Mariana
Enríquez tiene una capacidad que podría llamarse espeluznante. Y es que en
pocas líneas, con oraciones cortas e incisivas, es capaz de convertir en
terrorífica la más común de las situaciones. Su último libro de cuentos, Las
cosas que perdimos en el fuego, es un compendio de historias que narran
cómo lo cotidiano, lo de todos los días, puede convertirse en la peor de las
pesadillas. Y es eso, justamente, lo que genera el horror y, al mismo tiempo,
la necesidad de seguir leyendo, de conocer qué hay detrás de la puerta de la
cotidianeidad. Eso sí, si la abrimos, no hay vuelta atrás.
La
periodista Leila Guerriero definió a estos cuentos como “un jadeo de agua
negra” y es quizá esa jota, con su sonido rasposo, como de serrucho, la que
termine de darle a la descripción su sentido último. Cuerpos que aparecen,
desaparecen, barrios que se convierten por la noche y que muestran cómo al
lado, en el zaguán de nuestra casa o en la esquina del bar, está lo otro, lo
que no sospechamos, lo que nos negamos a ver.
Mención
aparte merecen los personajes construidos por Enríquez, quien sale a la calle a
buscarlos, a delinearlos con el objetivo, probablemente, de que luego seamos
nosotros capaces de reconocerlos. Si te he visto, en este caso, sí me acuerdo.
Y es más, aunque veamos en ellos a otro, al diferente, lo terrible sobreviene
cuando nos vemos nosotros, cuando nos damos cuenta que tenemos adentro algo de
cada uno de ellos.
Adentrarse
en este mundo no es para cualquiera. Hay que saber soportar los gritos y la
culpa, porque nosotros también estamos ahí metidos, generando todo eso que nos
atormenta. Si pudiéramos con ello, faltaría todavía un poco más: cerrar el
libro, apagar la luz y dormir sin sobresaltos.
Once
historias que valen la pena. Once historias que mezclan el terror –ese que nos
atrae, que nos impide dejar de leer– con la rutina, con eso que somos cuando
salimos de las páginas de la historia. Si lo hubiera sabido antes, de todas
maneras, no habría dejado de leerlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario